Por Paula Ortiz López
Coordinadora de área de emprendimiento agroecológico en Germinando
Solo el 16,2 % de la población española (7.594.111 personas) está censada en los 6.676 municipios denominados rurales. El dato, procedente del “Informe Anual de Indicadores: Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente 2018“, es la constatación del fenómeno migratorio campo-ciudad que venimos padeciendo en nuestro país desde la década de los 50 del pasado siglo.
La consecuencia o traducción práctica a este movimiento es, a día de hoy, preocupante: zonas rurales despobladas, zonas rurales despobladas con servicios públicos insuficientes, una población cada vez más envejecida y masculinizada, con un progresivo retroceso de su capacidad de producción de alimentos sanos y saludables debido al abandono de tierras, la destrucción de zonas naturales por incendios y la pérdida de suelo fértil.
No obstante, por debajo de esta primera capa -visible, objetiva y constatable-, subyace un poso menos palpable, pero igual de real: el menosprecio de la vida rural, además de la pérdida de la cultura de custodia y cuidado del territorio. Todo ello se crea el caldo de cultivo ideal para que grandes empresas y corporaciones inviertan en carísimas infraestructuras que aprovechan recursos y energía del mundo rural para satisfacer las necesidades y gestionar los desechos de las grandes ciudades.
En las grandes urbes el panorama tampoco es demasiado alentador. El éxodo campo-ciudad ha degenerado hasta cristalizar en una cultura del fastlife caracterizada por un consumo depredador que llena vacíos pero anula la consciencia, los ideales y los principios generando ciudades dormitorio sin conciencia de barrio o comunidad.
Vivir en la ciudad, en el centro, ya no es tan cool. Cada vez es más evidente que los desplazamientos kilométricos y los ambientes insalubres refuerzan un estilo de vida invivible. La pandemia solo nos confirmó la precariedad del sistema urbano. Sentir el déficit de naturaleza nos pone el alma triste, el temor por el abastecimiento de alimentos nos incita a las contradicciones, a acabar saliendo a comprar papel higiénico a toda prisa haciendo absurdos viajes para encontrarlo. Nos hemos dado cuenta de que las ciudades, en esencia, se consumen, no se viven.
En resumen, la actual vida en la gran urbe nos muestra, muchas veces de manera descarnada, la complejidad diaria para desarrollar las tareas necesarias que nos permitan disfrutar de la vida que queremos vivir.
Revertir esta situación no es tarea fácil y defender el derecho a vivir en entornos más rurales, humanos y naturales comienza a ser, no ya una opción hippy, sino una necesidad. Para ello, es fundamental afrontar algunas de las claves que apuntamos hoy aquí:
- Inversión en los servicios públicos donde el cuidado se asuma por parte de las instituciones y se reparta entre su población para poder hacer así del territorio rural un lugar seguro, accesible y amable para todas las personas independientemente de su edad, sexualidad, nivel adquisitivo, procedencia, capacidades, etc.
- Activar el motor económico que permita esa repoblación, que tienen que poner el acento si o sí en la realización de acciones específicas para que las mujeres vivan en ellas. ¿Por qué específicamente para mujeres? Como ya sabemos -y demuestra, por ejemplo, el informe «Conclusiones Condiciones de Vida y Posición Social de las Mujeres en el Medio Rural» como el publicado por el Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino, despoblación rural y masculinización van de la mano. A pesar de que las mujeres rurales alcanzan ya el mismo nivel de estudios que las mujeres de las ciudades, las dificultades que se encuentran para desarrollarse profesionalmente son mayores.
- Desarrollo cultural y la extensión del acceso a la cultura para todas las personas recuperando las tradiciones que respeten el entorno y a las personas que allí vivan; ofreciendo escenarios creativos y sugerentes para el desarrollo personal y social. Es necesario que se produzcan cambios culturales que permitan a las mujeres salir de su rol tradicional de cuidadora y se creen otros colectivamente más igualitarios.
- Impulsar y establecer la cultura de la vida adoptando una mirada ambiental transversal con las tres claves anteriores. Es decir, trabajar en favor de los servicios ecosistémicos, aquellos que nos ofrece la naturaleza gratis y que nos permiten desarrollar un sin fin de acciones humanas: depuración del agua de uso humano, actividades deportivas y culturales, producción de alimentos, etc. Solo así estaremos un poco más cerca de transformar el terrorífico ciclo de producción y consumo en el que estamos atrapadas para convertirlo un sistema sostenible. O lo que es lo mismo, avanzar hacia enraizarnos con el territorio y lograr convivir de forma respetuosa con el resto de las especies y el entorno natural.